Esta aventura tiene origen en un primo (48), gocetas envidiable, que cuando sale de vacaciones se tiñe el pelo, cosa que lamentablemente no ocurre a menudo, porque sí se emplea, pero sin fanatismos. Prefiere los verdes o azules, y se los quita peluqueándose al rape la víspera de volver a la oficina.
Desde que por primera vez lo vi en esas, le dije a mi familia: “Un día de estos voy a pintarme el pelo de rojo. Con estas canas, el rojo debe quedar bien rojo”. ¿Se atreverá? ¿Me atreveré? Desde entonces, medio en serio, medio en broma, el tema reaparece, pensado como algo de vacaciones y entre pocos.
Así estaban las cosas, cuando uno de mis asistentes me dijo que una fotógrafa de SoHo —Alejandra Quintero— me buscaba para tomarme una fotografía haciendo una mueca. “Qué gente”, y descarté la idea. Pero ella insistió y terminé por darle el sí, en parte persuadido porque en el mismo oso ya habían caído otros políticos. Cita en mi sede y haga muecas, como en mi tierna y remota infancia. “Esta es regular, esta no, esta sí”. ¡Y dicen que la política es cosa fácil! Al terminar las fotos, de bocón, le conté a Alejandra mi fantasía del pelo rojo. Le brillaron los ojos y ahí mismo me propuso que la realizara con ellos. “Deje así”, dije nervioso.
Meses después, “que Alejandra, la de SoHo, la de las muecas —remachó mi asistente—, lo anda buscando. Que si se pinta el pelo para una edición especial de la revista”. Le dije que le dijera que no. Pero ella insistió, y me puso a vacilar.
Además, me llegó un amable correo del director de SoHo. Transcribo su inicio y su final: “Hola, apreciado senador: un saludo de Daniel Samper el Bueno, el que aún tiene pelo, el que trabaja en una revista progresista y antigoda en la que suelen aparecer damas ligeras de ropa”, y me explicó el proyecto, con esta carnada: “Yo me ofrezco para surtirlo con frases célebres y datos que pueda utilizar sobre el asunto de las canas. Me vuelvo su investigador ad hoc”. Dos pruebas más de que los periodistas, para conseguir sus fines, son capaces de decir cualquier cosa. Aquí estoy yo, íngrimo, el domingo 4 de noviembre, desde las seis de la tarde, tecleando sobre canas y tinturas “6000 caracteres con espacios (no palabras sino caracteres)”, según me explicó anteayer Diego Garzón, el editor general de la revista (iba en 2484 “caracteres con espacios” cuando los conté la primera vez).
Con la oferta del autodenominado Samper el Bueno, empecé las consultas. Mi mujer, rápido, dijo que sí. Sospecho que por venganza. Mi hijo, de 24, sonrió y puso cara de “usted verá”. Y mi hija y su esposo, alcahuetas e instigadores, se sentaron al computador con una foto mía, a la que le pintaron el pelo de seis colores diferentes. “Para que escojas”. Mis amigos de la política me convencieron con dos preguntas: “¿Carlos Gaviria no hizo parte de un cuadro en vivo de La última cena para esa misma revista?” y “¿No dijo Francisco Mosquera, el fundador del Moir, que no debían perderse ni el honor ni el humor?”.
Llegado el Día D, nos fuimos a la peluquería de Hamilton, donde retocan a las bellas pocarropas que salen en SoHo. Frustración y susto. La idea que tenían no era teñirme el pelo de rojo o de otro color alegre —al de mi edad que diga ‘cabello’ lo declaro sospechoso—, sino del “natural” que habría usado si hubiera decidido ocultarme las canas. Y la tintura sería permanente, por lo que me advirtieron que tendría que repintarme cada 20 días, “como hace el presidente Santos, para que no se le vean blancas las raíces”. No sabía que hasta en esto simula. Paniqueado, advertí que de ninguna manera aceptaría pintarme con algo que no se pudiera eliminar una vez tomadas las fotos. ¡Taparme las canas a estas horas de la vida!
Entonces, sí fui capaz de teñirme el pelo, aunque sigo con mi fantasía del rojo u otro color festivo. Y agrego que nunca se me ha pasado por la cabeza ocultar las canas. Por una parte, porque, en cierto sentido, las llevo desde mi papá, a quien no recuerdo sin su cabeza blanca, que también, como en mi caso, tuvo de manera precoz. Creo que me ayudó a la indiferencia la casualidad de que mi suegro canara hasta el blanco desde muy joven. Y de la otra, porque no olvido a mi mamá, todos los sábados de la vida, sin salvación, en la incómoda rutina de teñirse con todo cuidado, porque odiaba que se le vieran las raíces de otro color. Igora Número 8, creo que era la tintura que usaba. Completa estos recuerdos, que probablemente definieron mi actitud, la imagen de mi profesor de Literatura en el colegio, poeta y anciano encantador, que nos impresionaba y divertía con su pelo de varios de colores, probablemente porque no era tan disciplinado como mandaban los cánones y porque ya no se acordaba del color de la tintura.
En nada me afectan los pelos pintados. Cada uno verá. Ojalá les queden bien y los disfruten. Incluso me divierten las cabezas de colores. Y agrego que con los años descubrí que lo normal es que todas las mujeres peinen canas por lo menos desde los 40, salvo que se las tiñan, para andar por el mundo más contentas. E igual ocurre entre los hombres, solo que a estos se les nota menos porque suelen cubrirse las raíces con más cuidado, incluidas las de cejas y bigotes, prácticas que suelen ser más corrientes entre políticos y empresarios, tan afectos a maquillar la realidad.
La penúltima vez que fijé mi interés en pelos y colores fue hace apenas un año, cuando perdí mi inocencia y supe que la casi totalidad de las rubias de las películas son peliteñidas, al igual que ocurre con los rubios, porque el pelo claro de verdad es escaso y la naturaleza tiende a imponer que deje de serlo al llegar la adultez. Todavía no me acostumbro a esta ficción de la ficción del cine que en algo me frustra. Ojalá que al enterarse de esto no los contagie mi sinsabor. Con un poco de suerte, la noticia de que Santos oculta sus canas ayuda a hundirle la reelección.
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